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martes, 15 de abril de 2014

LA ETERNA VANIDAD. Por: Enara Amarillo



By Christian Gundtoft

Yo caminaba como cualquier otro día, mis pensamientos eran los de costumbre y un par de cosas pendientes ocupaban mi mente; el día transcurría como la vida que aún trato de comprender.

Mi desconexión habitual de repente se encontró con otra, una más fuerte, más acorazada, más dura y agresiva tanto que me protegí en mi silencio y busque la manera de escapar, pero no lo logre, la inmovilidad de su fuerza me congelaba y todas las resistencias y defensas internas gritaban sin poder expresarse, solo la parálisis y la presión en el pecho…Qué era esto?, Un desconocido puede causar tal reacción en mí que el miedo me invade a tal punto que temo  desmayarme?

En esa quietud e inmovilidad mi cuerpo se durmió y en el encuentro te mire fijamente y tú no me viste, aferrándome al pulso de mi corazón alterado tampoco te vi, aún no recuerdo tu rostro solo el reflejo de lo que recordé viéndote, un niño asustado, frenético y desolado que grita sin cesar el calor de un regazo que no supo cómo acobijarlo, tu fuerza me recordó lo débil que soy, tu guerra mi búsqueda incesante de una mala paz, mi violencia lenta y la imposibilidad de sentir dolor, mis palabras mediadoras llenas de acallantes voces que alargan una cadena de miseria que desconozco y en tu actitud desafiante la ignorancia con que llevo mi triste y vacía vida tratando de ganarle al tiempo una carrera que me lleva a la muerte; así preocupado por despertar tu sonrisa me sumergí en compasión por mí mismo, por mi vacío y mi condena de no saber qué hacer porque desconozco mis pasiones por miedo a verme desnudo y reírme de lo poco que tengo para esconder…quisiera no olvidar este momento, seguro que no lo haré, pero temo que voy a enredarme en mis deberes vitales y la sacralidad de este momento pasara a ser un recuerdo de algo que quisiera tener presente en cada segundo de mi vida pero no lo voy a hacer, solo se irá conmigo la sensación de asfixia y el momento en que el aire entro desde la coronilla hasta el sacro y llego a mí una claridad que no sé cómo definir y que prefiero no hacerlo, así lo recordare porque este momento es tan parecido a la belleza como al sentido de la simpleza de la vida que aún sin vivirla se empeña en mostrar lo inerte que soy ante el susurro más vital.

Muestro vanidosamente el sufrimiento y las secuelas que ha dejado en mí para que se note mi experiencia, muestro mi perplejo y estoicismo ante la vida y la imparcialidad que me da un lugar de privilegio sin mezclarme con pasiones que después juzgare de bajas. Soy tan patético que creo ser coherente al seguir mi alienación antes de desplegarme ante un mar de emociones descontroladas para que se note mi locura y el degeneramiento que escondo tras mi imagen limpia y bien cuidada. Soy una muestra de lo que el mundo quiere ver, un personaje de este teatro absurdo sin público en el que todos aplaudimos el eco silencioso de la miseria en la que hemos caído y que sin darnos cuenta alimentamos sin escrúpulos. Planeo mi vida sin temor a la muerte, me burlo del destino y saqueo el tiempo como si me perteneciera, no sé cuántas respiraciones me quedan, no sé cuántos encuentros más tendrán que pasar en mi para despertar de una vez por todas, soy todas las personas y no soy ninguna, no conozco el origen aunque intuyo lo que podría ser llegar allá donde todos en un suspiro colectivo anhelamos llegar.

Enara Amarillo

viernes, 4 de abril de 2014

SENTARSE PARA HACER LA PAZ. MITO UITOTO. SOBRE COMO HACER POSIBLE LA PAZ



SENTARSE PARA HACER LA PAZ 

Los jefes se sentaron.
Con rabia habían luchado.
Muchos males se hicieron mutuamente.

Ya, enfrentados,
Encontraron que el otro era valiente
Y digno de confianza.

Y sellaron la paz.
Fue cuando aprendimos
Las canciones y el baile de los otros,
Y ellos también copiaron lo que es nuestro.

–¡Miren ahí!
–Decían nuestros pueblos.
–¡Miren ahí a los jefes
Sentados frente a frente,
Como hombres,
Forjando la ancha paz con su palabra!


Fernando Urbina Rangel
Bogotá, 1995




Sentarse frente a frente para hacer la paz



En 1995, charlando en Araracuara (río Caquetá) con el Abuelo José Vicente Suárez, Gente del clan Guamárayï (Gente-de-Pedregal), de la Nación Uitoto, fueron surgiendo los episodios de una larga crónica en que daba razón de por qué siendo los karijonas, los peores enemigos de los uitotos, fueron capaces de hacer la paz y la sellaron con canciones y bailes, ceremonia que aún se mantiene entre los uitotos: el «Baile de Karijona».

            Cuenta don José Vicente que en una de las múltiples confrontaciones que sostuvieron sus antepasados, mataron a un gran guerrero karijona y capturaron a sus hijos: un niño y una niña, quienes fueron criados, según costumbre, como si fueran hijos propios del jefe uitoto, ancestro del narrador. Años después, burlando la floja vigilancia de sus captores, el muchacho –encariñado ya con su nuevo padre– escapa y se va donde su gente resuelto a fraguar la paz entre los contendientes. Logra que los dos jefes enemigos se reúnan. Hacen la paz: ese acto humano por excelencia –lo es también el arte, la religión, la filosofía, la ciencia, la guerra, la política, el comercio, la crueldad y la compasión–.

***

El poema brotó de la emoción que me produjo esta acción de paz entre gentes aborígenes, que no andan engreídos pregonando poseer una cultura “superior a todas las demás”; como si lo hacen muchos integrantes de la llamada «cultura occidental», forma que produjo maneras óptimas de existencia, pero también dio origen al implacable capitalismo predador y a sus desastrosas, crueles y muy previsibles consecuencias. ¿Podríamos los colombianos, entre nosotros, hacer otro tanto, y metamorfosear la injusticia –y el odio que genera y el dolor que se nutre de más y más heridas– en abrazo, en canto, en baile, en atuendo, en sonrisa? El mundo indígena está ahí para decirnos, no con simples palabras sino con ejemplos de vida, que sí es posible, que para comenzar sólo se necesitan dos «hombres verdaderos», dos jefes con voluntad de paz.                                      

***














La imagen que encabeza el poema es el dibujo de un grabado en roca (petroglifo), situado en un pedregal del curso medio del río Caquetá, punto que constituyó la frontera de guerra entre uitotos, al sur, y karijonas, al norte. Es la esquematización de dos figuras humanas en posición sedente, unidas por el mismo trazo: … la palabra que incluye, a la manera de un río circular, entrelazándonos en el fluir del diálogo, haciéndonos sentir uno-con-el-otro, sin dejar de ser cada quien lo que es. Enseguida (sobre mi firma), composición en que duplico otro petroglifo localizado en la misma zona… Diríamos: dos personajes sentados frente a frente, pero dando la cara a la Nación. 



     



                                           

                                                         
                                                                 
Colombia – Bogotá    Semana de la Paz – Septiembre de 2012
Nota. Publiqué el poema por primera vez con el título «La paz se hace bailando», en PalabraObra, Libro del Año (1995) de la Organización de Estados Iberoamericanos –OEI–. Figura también en mi libro Poemas – Antología, Colección «Viernes de Poesía», Nº 16, Departamento de Literatura, Universidad Nacional de Colombia, 2003; y en muchas otras publicaciones. La versión actual tiene modificaciones. Desarrollé el tema en 1997 en el artículo  “Un rito para hacer la paz”, en Etnicidad y Religión, v.II, págs. 79-127, Instituto Colombiano de Antropología, Bogotá.